Discurso del Papa Francisco con ocasión del II Encuentro de Movimientos
Populares celebrado en Santa cruz de la Sierra (Bolivia), el 9 de Julio 2015
Buenas tardes a todos.
Hace algunos meses nos reunimos en Roma y tengo presente ese primer
encuentro nuestro. Durante este tiempo los he llevado en mi corazón y
oraciones. Me alegra verlos de nuevo aquí, debatiendo los mejores caminos para
superar las graves situaciones de injusticia que sufren los excluidos en todo
el mundo. Gracias Señor Presidente Evo Morales por acompañar tan decididamente
este Encuentro.
Aquella vez en Roma sentí algo muy lindo: fraternidad, garra, entrega, sed
de justicia. Hoy, en Santa Cruz de la Sierra, vuelvo a sentir lo mismo. Gracias
por eso. También he sabido por medio del Pontificio Consejo Justicia y Paz que
preside el Cardenal Turkson, que son muchos en la Iglesia los que se sienten
más cercanos a los movimientos populares. ¡Me alegra tanto! Ver la Iglesia con
las puertas abiertas a todos Ustedes, que se involucre, acompañe y logre
sistematizar en cada diócesis, en cada Comisión de Justicia y Paz, una
colaboración real, permanente y comprometida con los movimientos populares. Los
invito a todos, Obispos, sacerdotes y laicos, junto a las organizaciones
sociales de las periferias urbanas y rurales, a profundizar ese encuentro.
Dios permite que hoy nos veamos otra vez. La Biblia nos recuerda que Dios
escucha el clamor de su pueblo y quisiera yo también volver a unir mi voz a la
de Ustedes: tierra, techo y trabajo para todos nuestros hermanos y hermanas. Lo
dije y lo repito: son derechos sagrados. Vale la pena, vale la pena luchar por
ellos. Que el clamor de los excluidos se escuche en América Latina y en toda la
tierra.
1. Empecemos reconociendo que necesitamos un cambio. Quiero aclarar,
para que no haya malos entendidos, que hablo de los problemas comunes de todos
los latinoamericanos y, en general, de toda la humanidad. Problemas que tienen
una matriz global y que hoy ningún Estado puede resolver por sí mismo. Hecha
esta aclaración, propongo que nos hagamos estas preguntas:
- ¿Reconocemos que las cosas no andan bien en un mundo donde hay tantos
campesinos sin tierra, tantas familias sin techo, tantos trabajadores sin
derechos, tantas personas heridas en su dignidad?
- ¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando estallan tantas guerras
sin sentido y la violencia fratricida se adueña hasta de nuestros barrios?
¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando el suelo, el agua, el aire y
todos los seres de la creación están bajo permanente amenaza?
Entonces, digámoslo sin miedo: necesitamos y queremos un cambio.
Ustedes –en sus cartas y en nuestros encuentros– me han relatado las
múltiples exclusiones e injusticias que sufren en cada actividad laboral, en
cada barrio, en cada territorio. Son tantas y tan diversas como tantas y
diversas sus formas de enfrentarlas. Hay, sin embargo, un hilo invisible que
une cada una de esas exclusiones, ¿podemos reconocerlo? Porque no se trata de
cuestiones aisladas. Me pregunto si somos capaces de reconocer que estas
realidades destructoras responden a un sistema que se ha hecho global.
¿Reconocemos que este sistema ha impuesto la lógica de las ganancias a
cualquier costo sin pensar en la exclusión social o la destrucción de la
naturaleza?
Si es así, insisto, digámoslo sin miedo: queremos un cambio, un cambio
real, un cambio de estructuras. Este sistema ya no se aguanta, no lo aguantan
los campesinos, no lo aguantan los trabajadores, no lo aguantan las
comunidades, no lo aguantan los Pueblos… Y tampoco lo aguanta la Tierra, la
hermana Madre Tierra como decía San Francisco.
Queremos un cambio en nuestras vidas, en nuestros barrios, en el pago
chico, en nuestra realidad más cercana; también un cambio que toque al mundo
entero porque hoy la interdependencia planetaria requiere respuestas globales a
los problemas locales. La globalización de la esperanza, que nace de los
Pueblos y crece entre los pobres, debe sustituir esta globalización de la
exclusión y la indiferencia.
Quisiera hoy reflexionar con Ustedes sobre el cambio que queremos y
necesitamos. Saben que escribí recientemente sobre los problemas del cambio
climático. Pero, esta vez, quiero hablar de un cambio en el otro sentido. Un
cambio positivo, un cambio que nos haga bien, un cambio –podríamos decir–
redentor. Porque lo necesitamos. Sé que Ustedes buscan un cambio y no sólo
ustedes: en los distintos encuentros, en los distintos viajes he comprobado que
existe una espera, una fuerte búsqueda, un anhelo de cambio en todos los
Pueblos del mundo. Incluso dentro de esa minoría cada vez más reducida que cree
beneficiarse con este sistema reina la insatisfacción y especialmente la
tristeza. Muchos esperan un cambio que los libere de esa tristeza
individualista que esclaviza.
El tiempo, hermanos, hermanas, el tiempo parece que se estuviera agotando;
no alcanzó el pelearnos entre nosotros, sino que hasta nos ensañamos con
nuestra casa. Hoy la comunidad científica acepta lo que hace ya desde hace
mucho tiempo denuncian los humildes: se están produciendo daños tal vez
irreversibles en el ecosistema. Se está castigando a la tierra, a los pueblos y
las personas de un modo casi salvaje. Y detrás de tanto dolor, tanta muerte y
destrucción, se huele el tufo de eso que Basilio de Cesarea llamaba «el
estiércol del diablo». La ambición desenfrenada de dinero que gobierna. El
servicio para el bien común queda relegado. Cuando el capital se convierte en
ídolo y dirige las opciones de los seres humanos, cuando la avidez por el
dinero tutela todo el sistema socioeconómico, arruina la sociedad, condena al
hombre, lo convierte en esclavo, destruye la fraternidad interhumana, enfrenta
pueblo contra pueblo y, como vemos, incluso pone en riesgo esta nuestra casa
común.
No quiero extenderme describiendo los efectos malignos de esta sutil
dictadura: ustedes los conocen. Tampoco basta con señalar las causas
estructurales del drama social y ambiental contemporáneo. Sufrimos cierto
exceso de diagnóstico que a veces nos lleva a un pesimismo charlatán o a
regodearnos en lo negativo. Al ver la crónica negra de cada día, creemos que no
hay nada que se puede hacer salvo cuidarse a uno mismo y al pequeño círculo de
la familia y los afectos.
¿Qué puedo hacer yo, cartonero, catadora, pepenador, recicladora frente a
tantos problemas si apenas gano para comer? ¿Qué puedo hacer yo artesano,
vendedor ambulante, transportista, trabajador excluido si ni siquiera tengo
derechos laborales? ¿Qué puedo hacer yo, campesina, indígena, pescador que
apenas puedo resistir el avasallamiento de las grandes corporaciones? ¿Qué
puedo hacer yo desde mi villa, mi chabola, mi población, mi rancherío cuando
soy diariamente discriminado y marginado? ¿Qué puede hacer ese estudiante, ese
joven, ese militante, ese misionero que patea las barriadas y los parajes con
el corazón lleno de sueños pero casi sin ninguna solución para mis problemas?
¡Mucho! Pueden hacer mucho. Ustedes, los más humildes, los explotados, los
pobres y excluidos, pueden y hacen mucho. Me atrevo a decirles que el futuro de
la humanidad está, en gran medida, en sus manos, en su capacidad de organizarse
y promover alternativas creativas, en la búsqueda cotidiana de «las tres T»
(trabajo, techo, tierra) y también, en su participación protagónica en los
grandes procesos de cambio, nacionales, regionales y mundiales. ¡No se
achiquen!
2. Ustedes son sembradores de cambio. Aquí en Bolivia he escuchado una
frase que me gusta mucho: «proceso de cambio». El cambio concebido no como algo
que un día llegará porque se impuso tal o cual opción política o porque se
instauró tal o cual estructura social. Sabemos dolorosamente que un cambio de
estructuras que no viene acompañado de una sincera conversión de las actitudes
y del corazón termina a la larga o a la corta por burocratizarse, corromperse y
sucumbir. Por eso me gusta tanto la imagen del proceso, donde la pasión por
sembrar, por regar serenamente lo que otros verán florecer, remplaza la
ansiedad por ocupar todos los espacios de poder disponibles y ver resultados
inmediatos. Cada uno de nosotros no es más que parte de un todo complejo y
diverso interactuando en el tiempo: pueblos que luchan por una significación,
por un destino, por vivir con dignidad, por «vivir bien».
Ustedes, desde los movimientos populares, asumen las labores de siempre
motivados por el amor fraterno que se rebela contra la injusticia social.
Cuando miramos el rostro de los que sufren, el rostro del campesino amenazado,
del trabajador excluido, del indígena oprimido, de la familia sin techo, del
migrante perseguido, del joven desocupado, del niño explotado, de la madre que
perdió a su hijo en un tiroteo porque el barrio fue copado por el narcotráfico,
del padre que perdió a su hija porque fue sometida a la esclavitud; cuando
recordamos esos «rostros y nombres» se nos estremecen las entrañas frente a tanto
dolor y nos conmovemos… Porque «hemos visto y oído», no la fría estadística
sino las heridas de la humanidad doliente, nuestras heridas, nuestra carne. Eso
es muy distinto a la teorización abstracta o la indignación elegante. Eso nos
conmueve, nos mueve y buscamos al otro para movernos juntos. Esa emoción hecha
acción comunitaria no se comprende únicamente con la razón: tiene un plus de
sentido que sólo los pueblos entienden y que da su mística particular a los
verdaderos movimientos populares.
Ustedes viven cada día, empapados, en el nudo de la tormenta humana. Me han
hablado de sus causas, me han hecho parte de sus luchas y yo se los agradezco.
Ustedes, queridos hermanos, trabajan muchas veces en lo pequeño, en lo cercano,
en la realidad injusta que se les impuso y a la que no se resignan, oponiendo
una resistencia activa al sistema idolátrico que excluye, degrada y mata. Los
he visto trabajar incansablemente por la tierra y la agricultura campesina, por
sus territorios y comunidades, por la dignificación de la economía popular, por
la integración urbana de sus villas y asentamientos, por la autoconstrucción de
viviendas y el desarrollo de infraestructura barrial, y en tantas actividades
comunitarias que tienden a la reafirmación de algo tan elemental e innegablemente
necesario como el derecho a «las tres T»: tierra, techo y trabajo.
Ese arraigo al barrio, a la tierra, al territorio, al oficio, al gremio,
ese reconocerse en el rostro del otro, esa proximidad del día a día, con sus
miserias y sus heroísmos cotidianos, es lo que permite ejercer el mandato del
amor, no a partir de ideas o conceptos sino a partir del encuentro genuino
entre personas, porque ni los conceptos ni las ideas se aman; se aman las
personas. La entrega, la verdadera entrega surge del amor a hombres y mujeres,
niños y ancianos, pueblos y comunidades… rostros y nombres que llenan el
corazón. De esas semillas de esperanza sembradas pacientemente en las
periferias olvidadas del planeta, de esos brotes de ternura que lucha por
subsistir en la oscuridad de la exclusión, crecerán árboles grandes, surgirán
bosques tupidos de esperanza para oxigenar este mundo.
Veo con alegría que ustedes trabajan en lo cercano, cuidando los brotes;
pero, a la vez, con una perspectiva más amplia, protegiendo la arboleda.
Trabajan en una perspectiva que no sólo aborda la realidad sectorial que cada
uno de ustedes representa y a la que felizmente está arraigado, sino que
también buscan resolver de raíz los problemas generales de pobreza, desigualdad
y exclusión.
Los felicito por eso. Es imprescindible que, junto a la reivindicación de
sus legítimos derechos, los Pueblos y sus organizaciones sociales construyan
una alternativa humana a la globalización excluyente. Ustedes son sembradores
del cambio. Que Dios les dé coraje, alegría, perseverancia y pasión para seguir
sembrando. Tengan la certeza que tarde o temprano vamos de ver los frutos. A
los dirigentes les pido: sean creativos y nunca pierdan el arraigo a lo
cercano, porque el padre de la mentira sabe usurpar palabras nobles, promover
modas intelectuales y adoptar poses ideológicas, pero si ustedes construyen
sobre bases sólidas, sobre las necesidades reales y la experiencia viva de sus
hermanos, de los campesinos e indígenas, de los trabajadores excluidos y las familias
marginadas, seguramente no se van a equivocar.
La Iglesia no puede ni debe ser ajena a este proceso en el anuncio del
Evangelio. Muchos sacerdotes y agentes pastorales cumplen una enorme tarea
acompañando y promoviendo a los excluidos en todo el mundo, junto a
cooperativas, impulsando emprendimientos, construyendo viviendas, trabajando
abnegadamente en los campos de la salud, el deporte y la educación. Estoy
convencido que la colaboración respetuosa con los movimientos populares puede
potenciar estos esfuerzos y fortalecer los procesos de cambio.
Tengamos siempre en el corazón a la Virgen María, una humilde muchacha de
un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran imperio, una madre sin
techo que supo transformar una cueva de animales en la casa de Jesús con unos
pañales y una montaña de ternura. María es signo de esperanza para los pueblos
que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia. Rezo a la Virgen
María, a la que el pueblo boliviano se confía con fervor, para que permita que
este Encuentro nuestro sea fermento de cambio.
3. Por último quisiera que pensemos juntos algunas tareas importantes
para este momento histórico, porque queremos un cambio positivo para el bien de
todos nuestros hermanos y hermanas, eso lo sabemos. Queremos un cambio que se
enriquezca con el trabajo mancomunado de los gobiernos, los movimientos
populares y otras fuerzas sociales, eso también lo sabemos. Pero no es tan
fácil definir el contenido del cambio, podría decirse, el programa social que
refleje este proyecto de fraternidad y justicia que esperamos. En ese sentido,
no esperen de este Papa una receta. Ni el Papa ni la Iglesia tienen el
monopolio de la interpretación de la realidad social ni la propuesta de
soluciones a los problemas contemporáneos. Me atrevería a decir que no existe
una receta. La historia la construyen las generaciones que se suceden en el
marco de pueblos que marchan buscando su propio camino y respetando los valores
que Dios puso en el corazón.
Quisiera, sin embargo, proponer tres grandes tareas que requieren el
decisivo aporte del conjunto de los movimientos populares:
3.1. La primera tarea es poner la economía al servicio de los Pueblos: Los
seres humanos y la naturaleza no deben estar al servicio del dinero. Digamos NO
a una economía de exclusión e inequidad donde el dinero reina en lugar de
servir. Esa economía mata. Esa economía excluye. Esa economía destruye la Madre
Tierra.
La economía no debería ser un mecanismo de acumulación sino la adecuada
administración de la casa común. Eso implica cuidar celosamente la casa y
distribuir adecuadamente los bienes entre todos. Su objeto no es únicamente
asegurar la comida o un “decoroso sustento”. Ni siquiera, aunque ya sería un
gran paso, garantizar el acceso a «las tres T» por las que ustedes luchan. Una
economía verdaderamente comunitaria, podría decir, una economía de inspiración
cristiana, debe garantizar a los pueblos dignidad «prosperidad sin exceptuar
bien alguno».[1] Esto implica «las tres T» pero también acceso a la educación,
la salud, la innovación, las manifestaciones artísticas y culturales, la
comunicación, el deporte y la recreación. Una economía justa debe crear las
condiciones para que cada persona pueda gozar de una infancia sin carencias,
desarrollar sus talentos durante la juventud, trabajar con plenos derechos
durante los años de actividad y acceder a una digna jubilación en la
ancianidad. Es una economía donde el ser humano en armonía con la naturaleza,
estructura todo el sistema de producción y distribución para que las
capacidades y las necesidades de cada uno encuentren un cauce adecuado en el
ser social. Ustedes, y también otros pueblos, resumen este anhelo de una manera
simple y bella: «vivir bien».
Esta economía no es sólo deseable y necesaria sino también posible. No es
una utopía ni una fantasía. Es una perspectiva extremadamente realista. Podemos
lograrlo. Los recursos disponibles en el mundo, fruto del trabajo
intergeneracional de los pueblos y los dones de la creación, son más que
suficientes para el desarrollo integral de «todos los hombres y todo el
hombre».[2] El problema, en cambio, es otro. Existe un sistema con otros
objetivos. Un sistema que a pesar de acelerar irresponsablemente los ritmos de
la producción, a pesar de implementar métodos en la industria y la agricultura
que dañan la Madre Tierra en aras de la «productividad», sigue negándoles a
miles de millones de hermanos los más elementales derechos económicos, sociales
y culturales. Ese sistema atenta contra el proyecto de Jesús.
La distribución justa de los frutos de la tierra y el trabajo humano no es
mera filantropía. Es un deber moral. Para los cristianos, la carga es aún más
fuerte: es un mandamiento. Se trata de devolverles a los pobres y a los pueblos
lo que les pertenece. El destino universal de los bienes no es un adorno
discursivo de la doctrina social de la Iglesia. Es una realidad anterior a la
propiedad privada. La propiedad, muy en especial cuando afecta los recursos
naturales, debe estar siempre en función de las necesidades de los pueblos. Y
estas necesidades no se limitan al consumo. No basta con dejar caer algunas
gotas cuando lo pobres agitan esa copa que nunca derrama por si sola. Los
planes asistenciales que atienden ciertas urgencias sólo deberían pensarse como
respuestas pasajeras. Nunca podrán sustituir la verdadera inclusión: ésa que da
el trabajo digno, libre, creativo, participativo y solidario.
En este camino, los movimientos populares tienen un rol esencial, no sólo
exigiendo y reclamando, sino fundamentalmente creando. Ustedes son poetas
sociales: creadores de trabajo, constructores de viviendas, productores de
alimentos, sobre todo para los descartados por el mercado mundial.
He conocido de cerca distintas experiencias donde los trabajadores unidos
en cooperativas y otras formas de organización comunitaria lograron crear
trabajo donde sólo había sobras de la economía idolátrica. Las empresas
recuperadas, las ferias francas y las cooperativas de cartoneros son ejemplos
de esa economía popular que surge de la exclusión y, de a poquito, con esfuerzo
y paciencia, adopta formas solidarias que la dignifican. ¡Qué distinto es eso a
que los descartados por el mercado formal sean explotados como esclavos!
Los gobiernos que asumen como propia la tarea de poner la economía al
servicio de los pueblos deben promover el fortalecimiento, mejoramiento,
coordinación y expansión de estas formas de economía popular y producción
comunitaria. Esto implica mejorar los procesos de trabajo, proveer
infraestructura adecuada y garantizar plenos derechos a los trabajadores de
este sector alternativo. Cuando Estado y organizaciones sociales asumen juntos
la misión de «las tres T» se activan los principios de solidaridad y
subsidiariedad que permiten edificar el bien común en una democracia plena y
participativa.
3.2. La segunda tarea es unir nuestros Pueblos en el camino de la paz
y la justicia.
Los pueblos del mundo quieren ser artífices de su propio destino. Quieren
transitar en paz su marcha hacia la justicia. No quieren tutelajes ni
injerencias donde el más fuerte subordina al más débil. Quieren que su cultura,
su idioma, sus procesos sociales y tradiciones religiosas sean respetados.
Ningún poder fáctico o constituido tiene derecho a privar a los países pobres
del pleno ejercicio de su soberanía y, cuando lo hacen, vemos nuevas formas de
colonialismo que afectan seriamente las posibilidades de paz y de justicia
porque «la paz se funda no sólo en el respeto de los derechos del hombre, sino también
en los derechos de los pueblos particularmente el derecho a la
independencia».[3]
Los pueblos de Latinoamérica parieron dolorosamente su independencia
política y, desde entonces llevan casi dos siglos de una historia dramática y
llena de contradicciones intentando conquistar una independencia plena.
En estos últimos años, después de tantos desencuentros, muchos países
latinoamericanos han visto crecer la fraternidad entre sus pueblos. Los
gobiernos de la Región aunaron esfuerzos para hacer respetar su soberanía, la
de cada país y la del conjunto regional, que tan bellamente, como nuestros
Padres de antaño, llaman la «Patria Grande». Les pido a ustedes, hermanos y
hermanas de los movimientos populares, que cuiden y acrecienten esa unidad.
Mantener la unidad frente a todo intento de división es necesario para que la
región crezca en paz y justicia.
A pesar de estos avances, todavía subsisten factores que atentan contra
este desarrollo humano equitativo y coartan la soberanía de los países de la
«Patria Grande» y otras latitudes del planeta. El nuevo colonialismo adopta
distintas fachadas. A veces, es el poder anónimo del ídolo dinero:
corporaciones, prestamistas, algunos tratados denominados «de libres comercio»
y la imposición de medidas de «austeridad» que siempre ajustan el cinturón de
los trabajadores y de los pobres. Los obispos latinoamericanos lo denuncian con
total claridad en el documento de Aparecida cuando afirman que «las
instituciones financieras y las empresas transnacionales se fortalecen al punto
de subordinar las economías locales, sobre todo, debilitando a los Estados, que
aparecen cada vez más impotentes para llevar adelante proyectos de desarrollo
al servicio de sus poblaciones».[4] En otras ocasiones, bajo el noble ropaje de
la lucha contra la corrupción, el narcotráfico o el terrorismo –graves males de
nuestros tiempos que requieren una acción internacional coordinada– vemos que
se impone a los Estados medidas que poco tienen que ver con la resolución de
esas problemáticas y muchas veces empeora las cosas.
Del mismo modo, la concentración monopólica de los medios de comunicación
social que pretende imponer pautas alienantes de consumo y cierta uniformidad
cultural es otra de las formas que adopta el nuevo colonialismo. Es el
colonialismo ideológico. Como dicen los Obispos de Africa, muchas veces se
pretende convertir a los países pobres en «piezas de un mecanismo y de un
engranaje gigantesco».[5]
Hay que reconocer que ninguno de los graves problemas de la humanidad se
puede resolver sin interacción entre los Estados y los pueblos a nivel
internacional. Todo acto de envergadura realizado en una parte del planeta
repercute en el todo en términos económicos, ecológicos, sociales y culturales.
Hasta el crimen y la violencia se han globalizado. Por ello ningún gobierno
puede actuar al margen de una responsabilidad común. Si realmente queremos un
cambio positivo, tenemos que asumir humildemente nuestra interdependencia. Pero
interacción no es sinónimo de imposición, no es subordinación de unos en
función de los intereses de otros. El colonialismo, nuevo y viejo, que reduce a
los países pobres a meros proveedores de materia prima y trabajo barato,
engendra violencia, miseria, migraciones forzadas y todos los males que vienen
de la mano… precisamente porque al poner la periferia en función del centro les
niega el derecho a un desarrollo integral. Eso es inequidad y la inequidad
genera violencia que no habrá recursos policiales, militares o de inteligencia
capaces de detener.
Digamos NO a las viejas y nuevas formas de colonialismo. Digamos SÍ al
encuentro entre pueblos y culturas. Felices los que trabajan por la paz.
Aquí quiero detenerme en un tema importante. Porque alguno podrá decir, con
derecho, que «cuando el Papa habla del colonialismo se olvida de ciertas
acciones de la Iglesia». Les digo, con pesar: se han cometido muchos y graves
pecados contra los pueblos originarios de América en nombre de Dios. Lo han
reconocido mis antecesores, lo ha dicho el CELAM y también quiero decirlo. Al
igual que san Juan Pablo II pido que la Iglesia «se postre ante Dios e implore
perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos».[6] Y quiero decirles,
quiero ser muy claro, como lo fue san Juan Pablo II: pido humildemente perdón,
no sólo por las ofensas de la propia Iglesia sino por los crímenes contra los
pueblos originarios durante la llamada conquista de América.
También les pido a todos, creyentes y no creyentes, que se acuerden de
tantos Obispos, sacerdotes y laicos que predicaron y predican la buena noticia
de Jesús con coraje y mansedumbre, respeto y en paz; que en su paso por esta
vida dejaron conmovedoras obras de promoción humana y de amor, muchas veces
junto a los pueblos indígenas o acompañando a los propios movimientos populares
incluso hasta el martirio. La Iglesia, sus hijos e hijas, son una parte de la
identidad de los pueblos en latinoamericana. Identidad que tanto aquí como en
otros países algunos poderes se empeñan en borrar, tal vez porque nuestra fe es
revolucionaria, porque nuestra fe desafía la tiranía del idolo dinero. Hoy
vemos con espanto como en Medio Oriente y otros lugares del mundo se persigue,
se tortura, se asesina a muchos hermanos nuestros por su fe en Jesús. Eso
también debemos denunciarlo: dentro de esta tercera guerra mundial en cuotas
que vivimos, hay una especie de genocidio en marcha que debe cesar.
A los hermanos y hermanas del movimiento indígena latinoamericano, déjenme
trasmitirle mi más hondo cariño y felicitarlos por buscar la conjunción de sus
pueblos y culturas, eso que yo llamo poliedro, una forma de convivencia donde
las partes conservan su identidad construyendo juntas una pluralidad que no
atenta, sino que fortalece la unidad. Su búsqueda de esa interculturalidad que
combina la reafirmación de los derechos de los pueblos originarios con el
respeto a la integridad territorial de los Estados nos enriquece y nos
fortalece a todos.
3.3. La tercera tarea, tal vez la más importante que debemos asumir
hoy, es defender la Madre Tierra.
La casa común de todos nosotros está siendo saqueada, devastada, vejada
impunemente. La cobardía en su defensa es un grave pecado. Vemos con decepción
creciente como se suceden una tras otra cumbres internacionales sin ningún
resultado importante. Existe un claro, definitivo e impostergable imperativo
ético de actuar que no se está cumpliendo. No se puede permitir que ciertos
intereses –que son globales pero no universales– se impongan, sometan a los
Estados y organismos internacionales, y continúen destruyendo la creación. Los
Pueblos y sus movimientos están llamados a clamar, a movilizare, a exigir
–pacifica pero tenazmente– la adopción urgente de medidas apropiadas. Yo les
pido, en nombre de Dios, que defiendan a la Madre Tierra. Sobre éste tema me
expresado debidamente en la Carta Encíclica Laudato si’.
4. Para finalizar, quisiera decirles nuevamente: el futuro de la
humanidad no está únicamente en manos de los grandes dirigentes, las grandes
potencias y las élites. Está fundamentalmente en manos de los Pueblos; en su
capacidad de organizar y también en sus manos que riegan con humildad y
convicción este proceso de cambio. Los acompaño. Digamos juntos desde el
corazón: ninguna familia sin vivienda, ningún campesino sin tierra, ningún
trabajador sin derechos, ningún pueblo sin soberanía, ninguna persona sin
dignidad, ningún niño sin infancia, ningún joven sin posibilidades, ningún
anciano sin una venerable vejez. Sigan con su lucha y, por favor, cuiden mucho
a la Madre Tierra. Rezo por ustedes, rezo con ustedes y quiero pedirle a
nuestro Padre Dios que los acompañe y los bendiga, que los colme de su amor y
los defienda en el camino dándoles abundantemente esa fuerza que nos mantiene
en pie: esa fuerza es la esperanza, la esperanza que no defrauda, gracias.
Y, por favor, les pido que recen por mí.
[1] Juan XXIII, Carta enc. Mater et
Magistra (15 mayo 1961), 3: AAS 53 (1961), 402.
[2] Pablo VI, Carta enc. Popolorum progressio, n. 14.
[3] Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de
la Iglesia, 157.
[4] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (2007), Documento
Conclusivo, Aparecida, 66.
[5] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14
septiembre 1995), 52: AAS 88 (1996), 32-33; Id., Cart enc. Sollicitudo rei
socialis (30 diciembre 1987), 22: AAS 80 (1988), 539.
[6] Juan Pablo II, Bula Incarnationis mysterium, 11.