Discurso del
papa Francisco en audiencia a los delegados de la Confederación Italiana
del Sindicato de los Trabajadores (CISL) con motivo de su XVIII Congreso
Nacional cuyo tema es Para la persona, para el trabajo.
Aula Pablo VI, 28.06.2017.
Os doy la
bienvenida con motivo de vuestro congreso, y agradezco al
secretario general su presentación.
Habéis elegido
un lema muy hermoso para este congreso: Para la persona, para el
trabajo. Persona y trabajo son dos palabras que pueden y deben
juntarse. Porque si pensamos y decimos trabajo sin decir persona, el
trabajo termina por convertirse en algo inhumano que, olvidándose de las
personas se olvida y se pierde a sí mismo. Pero si pensamos en la persona
sin el trabajo decimos algo parcial, incompleto, porque la persona se
realiza plenamente cuando se convierte en trabajador, en trabajadora;
porque el individuo se convierte en persona cuando se abre a los demás,
en la vida social, cuando florece en el trabajo. La persona florece en el
trabajo. El trabajo es la forma más común de cooperación que la humanidad
haya producido en su historia. Cada día, millones de personas cooperan
simplemente trabajando: educando a nuestros hijos, maniobrando equipos
mecánicos, resolviendo asuntos en una oficina… El trabajo es una forma de
amor cívico, no es un amor romántico ni siempre intencional, pero es un
amor verdadero, auténtico, que nos hace vivir y saca adelante el mundo.
Por supuesto, la
persona no es solo trabajo… Tenemos que pensar en la saludable cultura
del ocio, de saber descansar. No es pereza, es una necesidad humana.
Cuando pregunto a un hombre, a una mujer, que tiene dos, tres hijos:
“Pero dígame, ¿Usted juega con sus hijos? ¿Tiene este “ocio?”- “¡Eh!,
sabe, cuando voy al trabajo, todavía están dormidos, y cuando vuelvo ya
están acostados”. Esto es inhumano. Por eso, junto con el trabajo, hay
que tener la otra cultura. Porque la persona no es solamente trabajo;
porque no trabajamos siempre y no siempre tenemos que trabajar. De niños
no se trabaja y no se debe trabajar. No trabajamos cuando estamos
enfermos, no trabajamos cuando somos ancianos. Hay muchas personas que
todavía no trabajan, o que ya no trabajan. Todo esto es cierto y sabido,
pero hay que recordarlo también hoy, cuando en el mundo todavía hay
demasiados niños y chicos que trabajan y no estudian, mientras el estudio
es el único “trabajo” bueno de los niños y de los jóvenes. Y cuando no
siempre y no a todos se les reconoce el derecho a una jubilación justa
-ni demasiado pobre ni demasiado rica-: las “jubilaciones de oro”
son un insulto al trabajo no menos grave que el de las jubilaciones
demasiado pobres, porque vuelven perennes las desigualdades
del tiempo del trabajo. O cuando un trabajador enferma y se
le descarta del mundo del trabajo en nombre de la eficiencia -y, sin
embargo, si una persona enferma puede, dentro de sus límites, trabajar,
el trabajo también desempeña una función terapéutica-: a veces uno se
cura trabajando con los demás, trabajando juntos, para los demás.
Es una sociedad
necia y miope la que obliga a las personas mayores a trabajar demasiado
tiempo y a una entera generación de jóvenes a no trabajar cuando deberían
hacerlo para ellos y para todos. Cuando los jóvenes están fuera del mundo
del trabajo, las empresas carecen de energía, de entusiasmo, de
innovación, de alegría de vivir, que son bienes comunes preciosos que
mejoran la vida económica y la felicidad pública. Es urgente un nuevo
contrato social humano, un nuevo contrato social para el trabajo, que
reduzca las horas de trabajo de los que están en la última temporada
laboral para crear puestos de trabajo para los jóvenes que tienen el
derecho y el deber de trabajar. El don del trabajo es el primer don de
los padres y de las madres a los hijos y a las hijas, es el primer
patrimonio de una sociedad. Es la primera dote con que los ayudamos a
despegar hacia el vuelo libre de la vida adulta.
Me gustaría
hacer hincapié en dos desafíos trascendentales que el hoy el movimiento
sindical debe afrontar y superar si quiere seguir desempeñando su papel
esencial para el bien común.
El primero es la profecía, y
se refiere a la naturaleza misma del sindicato, a su verdadera vocación.
El sindicato es una expresión del perfil profético de una sociedad. El
sindicato nace y renace cada vez que, como los profetas bíblicos, da voz
a los que no la tienen, denuncia al pobre “vendido por un par de
sandalias” (cfr Amós 2, 6), desenmasca a los poderosos
que pisotean los derechos de los trabajadores más vulnerables, defiende
la causa del extranjero, de los último, de los “descartes”. Como
demuestra la gran tradición de la CISL, el movimiento sindical tiene sus
grandes temporadas cuando es profecía. Pero en nuestras sociedades
capitalistas avanzadas el sindicato corre el peligro de perder esta
naturaleza profética y de volverse demasiado parecido a las instituciones
y a los poderes que, en cambio, debería criticar. El sindicato, con el
pasar del tiempo, ha acabado por parecerse demasiado a la política,
o mejor dicho, a los partidos políticos, a su lenguaje, a su estilo. En
cambio, si se olvida de esta dimensión típica y diferente, también su
acción dentro de las empresas pierde potencia y eficacia. Esta es la
profecía.
Segundo desafío: innovación.
Los profetas son centinelas, que vigilan desde su atalaya. También el
sindicato tiene que vigilar desde las murallas de la ciudad del trabajo,
como un centinela que mira y protege a los que están dentro de la ciudad
del trabajo, pero que mira y protege también a los que están fuera de las
murallas. El sindicato no realiza su función esencial de innovación
social si vigila solo a los que están dentro, si solo protege los
derechos de las personas que trabajan o que ya están retiradas. Esto se
debe hacer, pero es la mitad de vuestro trabajo. Vuestra vocación es
también proteger los derechos de quien todavía no los tiene, los excluidos
del trabajo que también están excluidos de los derechos y de la
democracia.
El capitalismo
de nuestro tiempo no comprende el valor del sindicato, porque se ha
olvidado de la naturaleza social de la economía, de la empresa. Este es
uno de los pecados más graves. Economía de mercado: no. Digamos economía
social de mercado, como enseñaba san Juan Pablo II: economía social de
mercado. La economía se ha olvidado de la naturaleza social de su
vocación, de la naturaleza social de la empresa, de la vida, de los
lazos, de los pactos. Pero tal vez nuestra sociedad no entiende al
sindicato porque no lo ve luchar lo suficiente en los lugares de los
“derechos del todavía no”, en las periferias existenciales, entre los
descartados del trabajo. Pensemos en el 40% de jóvenes menores de 25 años
que no tienen trabajo. Aquí, en Italia. ¡Y allí es donde tenéis que
luchar! Son periferias existenciales. No lo ve luchar entre los
inmigrantes, de los pobres, que están bajo las murallas de la ciudad; o
simplemente no lo entiende por qué a veces –pero pasa en todas las
familias– la corrupción ha entrado en el corazón de algunos
sindicalistas. No os dejéis bloquear por esto. Sé que os se estáis
esforzando ya desde hace tiempo en la dirección justa, sobre todo con los
migrantes, con los jóvenes y con las mujeres. Y lo que os digo
ahora podría parecer superado, pero en el mundo del trabajo la mujer es
todavía de segunda clase. Podriaís decirme: “No, hay esa empresaria, esa
otra…”. Sí, pero la mujer gana menos, se la explota con más facilidad…
Haced algo. Os animo a continuar y, si es posible, a hacer más. Vivir las
periferias puede convertirse en una estrategia de acción, en una
prioridad del sindicato de hoy y de mañana. No hay una buena sociedad sin
un buen sindicato, y no hay un buen sindicato que no renazca todos los
días en las periferias, que no transforme las piedras descartadas por la
economía en piedras angulares. Sindicato es una hermosa palabra que viene
del griego dike, es decir justicia y syn juntos.
Es decir, justicia juntos. No hay justicia juntos si no es
junto con los excluidos de hoy.
Os agradezco
este encuentro, os bendigo, bendigo vuestro trabajo y os deseo lo mejor
para vuestro Congreso y vuestro trabajo diario. Y cuando nosotros en la
Iglesia hacemos una misión , por ejemplo, en una parroquia el obispo
dice: “Hagamos la misión para que toda la parroquia se convierta, es
decir vaya a mejor”. También vosotros “convertíos”: id a mejor en vuestro
trabajo, que sea mejor. ¡Gracias!
Y ahora os pido
que recéis por mí, porque yo también tengo que convertirme en mi trabajo;
cada día tengo que ir a mejor para ayudar y cumplir mi vocación. Rezad
por mí y quisiera daros la bendición del Señor.
(Bendición)
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